Esto es lo que hay….dirty Habana, período especial

Ahora que constitucionalmente hemos dicho que vamos a ser buenos, que no nos vamos a endeudar más de la cuenta , que vamos a hacer “por encima de todo” -dice el que va a ser nuestro presidente- lo que sea para portarnos bien, o sea satisfacer la trampa de la ortodoxia extrema  de Merkel- que se traducirá en ese apretarse el cinturón de lo público, de lo privado, de lo depravado. Nos preparan para una catástrofe descomunal, si se cayó el muro y con él el llamado campo socialista, lo que se prepara para la caída televisada en  cámara lenta del capitalismo de cemento y pandereta, debe ser espectacular. No hay fallera mayor que se resistiría a presidir esta pira con la que nos amenazan; y si mira tú por donde, hacemos todos esos ejercicios espirituales de descabezamiento del estado del bienestar y luego los bárbaros no vienen; es decir si todo va tan rápido que de nuevo con el quietismo inquietante gobernante, empezamos de nuevo a encontrar brotes verdes en forma de promociones inmobiliarias para chinos majaretas del golf, y refundamos la  superfiesta de principios de siglo, burbujeante…pero estad atentos porque parece que esta vez los bárbaros si vienen, no como en el poema de Kavafis. Y si comprometemos nuestro futuro, Emperador, desmontando todo y luego no era para tanto. ¿En qué confiar?.

Esperando a los bárbaros – por Konstantinos Kavafis

¿Qué esperamos agrupados en la plaza?

Hoy llegan los bárbaros.

¿Por qué inactivo está el Senado

e inmóviles los senadores no legislan?

Porque hoy llegan los bárbaros.

¿Qué leyes votarán los senadores?

Cuando los bárbaros lleguen darán la ley.

¿Por qué nuestro emperador dejó su lecho al alba,

y en la puerta mayor espera ahora sentado

en su alto trono, coronado y solemne?

 Porque hoy llegan los bárbaros.

Nuestro emperador aguarda para recibir

a su jefe. Al que hará entrega

de un largo pergamino. En él

escritas hay muchas dignidades y títulos.

 ¿Por qué nuestros dos cónsules y los pretores visten

sus rojas togas, de finos brocados;

y lucen brazaletes de amatistas,

y refulgentes anillos de esmeraldas espléndidas?

¿Por qué ostentan bastones maravillosamente cincelados

en oro y plata, signos de su poder?

 Porque hoy llegan los bárbaros;

y todas esas cosas deslumbran a los bárbaros.

 ¿Por qué no acuden como siempre nuestros ilustres oradores

a brindarnos el chorro feliz de su elocuencia?

 Porque hoy llegan los bárbaros

que odian la retórica y los largos discursos.

 ¿Por qué de pronto esa inquietud

y movimiento? (Cuánta gravedad en los rostros.)

¿Por qué vacía la multitud calles y plazas,

y sombría regresa a sus moradas?

 Porque la noche cae y no llegan los bárbaros.

Y gente venida desde la frontera

afirma que ya no hay bárbaros.

 ¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?

Quizá ellos fueran una solución después de todo.

¿Y si vienen, estamos preparados? Poneos en lo peor y dividirlo por diez, lo peor de lo peor?

¿Qué escenario se dibuja?.

Los años 1990-91 fechan la crisis de la perestroika. El fracaso de la reforma económica y el auge de los nacionalismos debilitaron el proyecto de Gorbachov, ya que amenazaban la cohesión de la URSS. La revolución de los ortodoxos (agosto de 1991) intentó parar el proceso, pero, al fracasar, desató la revolución democrática, provocando el final del régimen comunista y el estallido de la URSS.

Y con el estallido el eco llegó a La Habana, y Cuba dejó de recibir toda la ayuda. Fidel Castro declaró el comienzo del “período especial”, eufemismo para un plan de racionamiento y recorte de gastos que hundió a la población en una era de tremendas penurias. La partida de miles de cubanos hacia el exilio, muchas veces en precarias balsas fabricadas con elementos de uso diario que les dio el mote de “balseros”, exhibió el lado más amargo de la crisis.

Otros se quedaron, prisioneros en libertad, situación en la que cada uno vivió de una manera. Me recuerda mucho al inicio de la película del director polaco  Andrej Wajda «Paisaje después de la batalla». Sensación de irrealidad que viene marcada desde las imágenes iniciales de la película: sobre el cristal de una ventana que se abre lentamente se reflejan las alambradas y las torretas de un campo de concentración. No hay ser humano alguno. Tan solo un entorno nevado perturbado por el estruendo de los disparos. Luego van surgiendo las figuras casi fantasmales de los prisioneros que reciben eufóricos la libertad, saliendo de sus barracones y corriendo en diversas direcciones. Después, unos se despojan de las ropas estriadas que envolvieron sus cuerpos como cautivos, otros rompen los cercos a golpe de pico. Todo ello subrayado alegóricamente por el primer movimiento del concierto nº 3 “El otoño” de Antonio Vivaldi

En La Habana, protagonizando esa fase que podemos calificar de holocausto doméstico de baja intensidad, se quedó Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, 1950) máximo exponente del realismo sucio literario; publicado en España, entre desconocido y maldito. Si queréis revolcaros en la misma mierda sórdida de la Habana profunda del período especial Pedro Juan no os va a defraudar; os sirve un menú especial en su célebre Trilogía sucia de La Habana, que contiene Anclado en tierra de nadie, Nada que hacer y Sabor a mí (1998) para el estómago más duro; el mismo dice que arrojaba la realidad vivida sobre el folio en blanco; las vívidas descripciones de sus andanzas, nos hacen reír cuando pensamos que era un escándalo en Cuba el capítulo VIII del Paradiso de Lezama Lima con su Leregas y Farraluque. En Pedro Juan el descenso a los infiernos es dopante y mostrado con fruición y rudeza , un lienzo de jineteras y chulos de toda ralea, inmundicia estomacante, fluídos, provocación, desenfrenos mugrientos, alienación. Un figura… que sigue ahí olisqueándolo todo , voyeur y partenaire, de azotea en azotea, de camastro infecto a  contrabandista de basura , atleta sexual de la marginación. La historias de los jóvenes escritores cubanos es la de los que le han querido imitar y no han podido, pero insisten y los que no, y estos no han mejorado a sus mayores…

Pues sí, realismo sucio es esto, no sé si estáis preparados para este desayuno, comida o merienda. Es lo que hay:

ESTRELLAS Y PENDEJOS (Pedro Juan Gutiérrez, de su trilogía…)

Me gusta masturbarme oliéndome las axilas. El olor a sudor me excita. Sexo seguro y oloroso. Sobre todo cuando estoy caliente por las noches y Luisa anda por ahí buscando los pesos. Aunque ya no es igual. Con cuarenta y cinco años se me reduce la libido. Tengo menos semen. Apenas un chorrito una vez al día. Comienzo el climaterio: menos deseo, menos semen, glándulas más lentas. De todos modos, las mujeres siguen revoloteando a mi alrededor. Ahora creo que tengo más espíritu. Jajá, yo con más espíritu. No voy a decir que estoy más cerca de Dios. Ésa es una hermosa frase, bien pedante: «Oh, estoy más cerca de Dios.» No. Para nada. Dios me da señales a veces. Y yo sigo intentando. Eso es todo.

      Bueno, me voy. Masturbarse uno mismo es igual que bailar solo: primero estás alegre y funciona, pero después te das cuenta de que eres un imbécil. ¿Qué hago aquí desnudo frente al espejo pajeándome? Me visto y me voy. Me pongo ropa sucia, sudada. Hoy estoy asqueroso, definitivamente. Bajo las escaleras y me encuentro con los bobos llorando, en el quinto piso. Son jóvenes, pero bobos, mongólicos, o locos, zanacos, no sé, algo así, subnormales, fronterizos. Llevan años juntos. Apestan a suciedad. Se cagan a escondidas en la escalera. Mean en todos los rincones. A veces andan en cueros en la casa y se asoman a la puerta. Escandalizan, se babean. Ahora ella está sentada en un escalón, llorando a grito pelado. Se le va el mundo en las lágrimas y le dice al tipo: «Yo te quiero mucho, pero así no puedo. Yo te quiero mucho, pero así no puedo. Yo te quiero mucho. ¡Ayyy, tito! ¡Ayyy! Yo te quiero mucho, pero así no puedo.» Él encendió un cigarro, se hizo a un lado para dejarme pasar, y le dijo: «Yo sé que tú me quieres, chinita, yo sé que tú me quieres, chinita.» Y el tipo comienza a sollozar también.

      Al menos hoy no se han cagado en la escalera. Lo que necesitan es una rasqueta, un jabón y una ducha fría. Salgo a la luz de las cuatro de la tarde y ahí me detengo: ¿qué hago? ¿Voy al gimnasio a boxear un poco, o a Paseo y 23? La última vez gané veinte dólares en la ruleta rusa. Es buena hora. Seguro que hay alguien por allí. Me voy a la ruleta rusa.

      Me gusta caminar despacio, pero no puedo. Siempre camino aprisa. Y es absurdo. Si tengo el rumbo perdido, ¿para qué me apuro? Bueno, seguramente por eso mismo: estoy tan aterrado que corro sin cesar. Me da miedo detenerme un instante y descubrir que no sé dónde coño estoy.

      Entré por Las Vegas. Es eterno Las Vegas. Siempre va a estar ahí, es el lugar donde ella cantaba boleros, con el piano en la oscuridad y las botellas de ron y el hielo. Todo. Como siempre. Es bueno saber que algunas cosas no cambian. Me soné dos cuerazos de ron. Había mucho silencio y mucho frío y mucha oscuridad. Tanto calor y humedad y tanta luz ahí fuera. Y tanto ruido. Y de pronto todo cambia cuando entras a este cabaret. En realidad es una sepultura con el tiempo detenido para siempre. Me senté un instante y ya el cerebro se dispara a pensar.

      Espíritu y materia. Eso es todo. Me tomo un vaso de ron y ya están enfrentados dolorosamente. El espíritu hacia un lado y la materia hacia otro. Y yo en el medio, fragmentado. Cortado en pedazos. Intentaba entender algo. Pero era difícil. Casi imposible entender algo. Y el miedo. Desde niño siempre el miedo. Ahora me imponía vencerlo. Iba a un gimnasio de boxeo, y me endurecía. Boxeaba con cualquiera y siempre temblando por dentro. Intentaba golpear duro. Intentaba ser arrojado, pero no. El miedo estaba ahí, haciendo lo suyo. Y yo me decía: ah, no te preocupes, todos tenemos miedo. El miedo aflora antes que cualquier otra cosa. Sólo tienes que olvidarlo. Olvida el miedo. Haz como si no existiera, y vive.

      Me soné otros dos cuerazos de ron. Estaba sabroso. Yo me puse sabroso, quiero decir. El ron no tanto. Sabía a diesel. Y fui para la ruleta rusa. Me quedaban siete dólares y veintidós pesos. No está mal. He estado mucho peor y siempre salgo a flote.

      Había gente en Paseo y 23. Y el Fórmula Uno allí, con su bicicleta. Era buena hora. Casi las cinco de la tarde. Hay mucho tráfico en ese cruce. En todas las direcciones. Nos pusimos de acuerdo. Jugué los siete dólares uno a cinco. Si ganaba eran treinta y cinco para mi. Yo siempre apuesto a que el muchacho pasa. Allí va un negro con mucha plata y cadenas de oro hasta en los tobillos. El muy cretino, siempre apuesta a que el tipo no pasa: «Yo le apuesto a la sangre, acere. Siempre a la sangre, no me tienes que preguntar más na.» Cada vez que coincidimos allí me acepta la apuesta uno a cinco. Así y todo nunca he hecho buena plata.

      Hace un mes tuve un récord: gané treinta y cinco dólares de un golpe. Tuve suerte. Delfina estaba conmigo. Cobré, le enseñé los dólares y se volvió loca. Le digo Delfi porque tiene el nombre más jodio de La Habana. Nos fuimos para la playa. Alquilamos un cuarto y tuvimos dos días de fiesta, con comida, ron y mariguana. Delfi es una negra hermosa y provocativa, pero parece que ya no sirvo para esas orgías. Delfi sólo quería pinga, ron y mariguana. En ese orden. Pero yo no podía estar jodiendo siempre. Cuando no se me paraba, Delfi, insaciable, intentaba meterme el dedo por el culo para lograr algo más. Yo le daba unos bofetones y le decía: «Sácame el dedo del culo, negra de mierda.» Y de todos modos seguíamos más y más. Por inercia tal vez. Cuando se acabó el ron y la mariguana y los dólares, recuperé mi cerebro. Todo me ardía: la cabeza, el culo, la garganta, la pinga, los bolsillos, el hígado, el estómago. A Delfí no. Ella tiene veintiocho años y es un tronco de negra, musculosa y dura. Estaba lista para seguir dos o tres días más, sin parar. Incansable esa negra. Maravillosa. Es un prodigio de la Naturaleza.

      El muchacho que iba a jugar la ruleta rusa cogió su bicicleta. Tenía un pañuelo rojo amarrado en la cabeza. Era un mulatico muy joven, de quince o dieciséis años. Vivía pegado a su bicicleta. No la soltaba ni para cagar. Era una bici pequeña, robusta, de    gomas gruesas, bien niquelada. Vivía de eso. Ganaba veinte dólares limpios cada vez que pasaba. Era bueno. Otras veces hacía acrobacias y también cobraba: ponía diez niños acostados uno junto al otro, en medio de la calle. Se alejaba unos metros, se persignaba, salía disparado y volaba sobre los muchachos. Eso lo hacia en cualquier calle. Donde lo llamaran. La gente apostaba, pero él no. Él cobraba sus veinte dólares y ser perdía. Era vanidoso y le decía a la gente: «Yo soy Fórmula Uno.»

      Ahora el Fórmula Uno salió por Paseo, hacia arriba. Hizo unas cabriolas sobre su bicicleta, entre los autos. Daba vueltas, se elevaba en el aire, giraba dos veces y caía en una sola rueda. Era un maestro. La gente lo miraba pero no sabía qué se traía entre manos aquel negrito. Nosotros éramos siete y nos hacíamos los desentendidos en la esquina del convento de monjas, bajo los árboles. No había ni un policía por allí. El Fórmula tenía que esperar la orden de uno de nosotros. En el momento en que pusieron la luz verde para 23, un tipo a mi lado bajó el brazo y el Fórmula se largó como un rayo Paseo abajo. Por 23, hacia La Rampa, había unos treinta autos, muy stressados a esa hora, que se lanzaron a ganar la verde. Y calle arriba, hacia el Almendares, rugiendo y desesperados, otros treinta o cuarenta más. Sumando: el Fórmula tenía setenta papeletas para morir-se aplastado. Y una sola para vivir. Ahí estaban flotando mis siete dólares. Si mataban al tipo, me quedaba en cero. Yo necesitaba que el Fórmula cruzara y ganara sus veinte dólares. ¡Y lo logró! El tipo era una centella. No sé cómo cojones lo hizo. Igual que una mosca. De pronto ya brillaba haciendo acrobacias y riéndose, al otro lado de Paseo.

      Vino hasta nosotros riéndose a carcajadas: «¡Yo soy Fórmula Uno!» Cobré mis treinta y cinco dólares. Le di cinco al Fórmula, y lo llamé aparte. Le estreché las manos. Las tenía secas y firmes. Lo miré a los ojos y le pregunté: «¿No te da miedo?» Sacudió los hombros: «Ah, blanquito, no jodas. ¡Yo soy Fórmula Uno, acere! ¡Fórmula Uno!»

      Antes de él, allí mismo se mataron cuatro muchachos. No quiero acordarme. Otros dos no tuvieron cojones para lanzarse. Así es. Sólo unos pocos sobreviven: los muy estrellas y los muy pendejos”